Desgarrador
testimonio sobre una agresión sexual y sus consecuencias. Cuando
tenía nueve años más o menos, fui agredida sexualmente por un grupo de
adolescentes. Y lamento decir que no era la primera vez en mi vida que me
utilizaban sexualmente, pero sin duda esta fue la ocasión más dura hasta el
momento. Algunos estudios muestran que las chicas que son sexualizadas a una
edad más temprana entran en la pubertad antes que la mayoría, y yo ya era
pubescente y tenía pechos a los 8 años, así que para los nueve supongo que mi
aspecto ya era bastante “maduro”, como quien dice.
Al
lado de nuestro bloque había un bosque y era uno de mis lugares favoritos para
pasear y jugar con mis amigos. En esta ocasión, había entrado en el bosque como
atajo para llegar a casa. Me topé con un grupo de muchachos, los hermanos
mayores de mis amigos, todos me resultaban vagamente conocidos y eran unos
cinco años mayores que yo. Habían logrado hacerse con una revista de Playboy o
algún otro producto obsceno. Al encontrarme con ellos, recuerdo haber visto
fugazmente la fotografía a color de unos pechos femeninos desnudos y entonces
mi mirada se cruzó con la de uno de los chicos.
He
escrito anteriormente sobre mi teoría de acosadores y víctimas, que, aunque las
personas que han sido acosadas o víctimas de abusos no desprendan un aroma a
vulnerabilidad, sigue habiendo algo en ellas que las hace reconocible para las
personas depredadoras: corderito débil y herido localizado, que den comienzo la
carnicería y el festín. Así me sentí, literalmente. En un instante, el grupo de lobos adolescentes
sobreexcitados se abalanzó sobre mí, me agarraron, sujetaron y maltrataron de
formas terribles. En cierto momento, alguno estrujó mi pecho
izquierdo con tal brutalidad que chillé de dolor y, según parece, mi grito
debió de surtir algún tipo de efecto.
En cualquier
caso, eso fue lo que supuse, porque, aunque no sé cómo pasó, logré escapar:
corrí a casa agarrándome el pecho herido, que me dolió durante días y desde
entonces siempre me pareció que tenía algo de “malo” y de deforme. A lo largo
de mi vida e incluso a día de hoy, no soporto que me toquen de ninguna forma
ese pecho, ni siquiera en el médico, sin que me inunde inmediatamente un
sentimiento de vergüenza, incomodidad e intenso desprecio hacia mí misma.
Parece
injusto que haya sentido odio hacia mí misma y mi cuerpo durante toda mi vida
por algo que me hicieron a mí y no algo que yo hiciera. Pero así es. Con la
excepción de los preciosos momentos de mi vida en que mi pecho izquierdo sirvió
para alimentar y mantener los cuerpos de mis queridos hijos, únicamente he
sentido desprecio hacia ese pecho; odio hacia una parte de mi propio cuerpo.
Y el odio,
como bien sabemos, puede actuar a nivel celular. ¿Quién
sabe cuánto daño más ha estado sufriendo mi salud por culpa de los sentimientos
con los que he cargado estos cincuenta años? Dudo que alguno de
aquellos muchachos recuerde aquel momento de depredación en sus vidas de hombres,
aunque si lo recuerdan, espero que sea con una vergüenza y un autodesprecio que
se aproximen a los míos. Y no lo digo porque sea vengativa, porque el rencor no
forma parte de mi naturaleza. Espero que sea así porque, si sienten vergüenza y
si se odian por lo sucedido, entonces quizás no causen daño a nadie nunca más. ¿Por
qué estoy escribiendo esto? Porque la otra noche sucedió algo extraño, después
de día tras día de explosivas revelaciones de acoso sexual por parte de hombres
de poder.
He
estado escribiendo otro libro y, como escribo a mano, es necesaria una
transcripción a máquina. Odio transcribir, pero lo cierto es que viene bien;
conlleva un proceso natural de edición/reescritura que funciona bien. El
capítulo en cuestión se centraba en la palabra “Recordar” y la relacionaba con
la oración, pero, mientras estaba transcribiendo, de repente me sorprendí
incluyendo aquel recuerdo antiguo e inesperado en el libro, precisamente a
mitad del capítulo. De repente, todo el episodio cobró vida en mi memoria y,
con él, todos los sentimientos de vergüenza, de secretismo… Por supuesto, no lo
conté a nadie por entonces, pero cuando la historia del ataque terminó por
extenderse, burlonamente, por el barrio, sentí el efecto de la humillación como
una bofetada en la cara.
Pero cuando
el recuerdo aterrizó en el libro, no pude evitar pensar, “por el amor de Dios,
¿por qué habrá surgido esto ahora?”.
Podría
deberse, valoré, a todas las historias sobre las recientes acusaciones aquí en
Estados Unidos contra Matt Lauer y Al Franken y Garrison Keillor y tantísimos
otros hombres amonestados o despedidos hace unos días. Creo que debió
“accionar” ese recuerdo a un nivel subconsciente. Y eso me ha llevado a
reflexionar acerca de qué tipo de efecto subconsciente tienen sobre la sociedad
en su conjunto todas estas historias; sobre las mujeres (y hombres
también) víctimas de abusos; sobre los hombres que han abusado de otras
personas (y mujeres que también han sido sexualmente violentas, porque también
las hay).
¿Se enfrentan estas personas a sentimientos depresivos
cuando estas historias hacen resurgir antiguos y enterrados sentimientos de
vergüenza o miedo o ira o culpa?
¿Es posible
que estemos, como sociedad, haciendo nuestras cosas —trabajando en nuestros
negocios, cuidando de nuestras familias, etc. — con un sentimiento de turbación
y sin saber exactamente por qué? ¿Qué efectos pueden estar sufriendo… por
todas partes?
Nuestra
sociedad está ya en una situación tan triste —hay división, pérdida de fe, unas
tendencias ciertamente inestables— que no puedo evitar preguntarme qué tipo de
presión mental estará sufriendo la gente con esta nube de noticias sobre
historias de agresiones sexuales y acoso (aunque me alegra que estén saliendo a
la luz). Y lo digo porque sé que el abuso sexual es algo extendido, que no es
una cosa anecdótica que sucede en la vida de unas mujeres o unos niños, sino
que es una cosa de las que pasan con demasiada frecuencia. Y sé que algunos
hombres han sufrido la crueldad del abuso sexual y ni siquiera encuentran una
vía con la que procesarlo, porque esas vías van dirigidas sobre todo a mujeres
que, en mi opinión, se llevan la peor parte.
Ser
víctima de abusos sexuales crea desorientación; el
abuso trae a la vida mentiras emocionales y mentales que nunca desaparecen
completamente. Es una de las razones por las que resulta
exasperante ver cómo los partidos políticos estadounidenses intentan decidir
qué abusos son tolerables y cuáles merecen rechazo. Quizás haya varios
“niveles” de acoso, pero desde los puestos de liderazgo hay que enviar un
mensaje en relación con las agresiones sexuales mejor que el de “Bueno, sí, pero las consideraciones
políticas también importan”. En realidad
no. Hemos permitido que tengan relevancia, pero no la tienen. En mi
opinión, los acosadores en serie, incluso si parecen “buenos tipos”, no
deberían ocupar puestos de responsabilidad pública, ni tampoco aquellos que
muestren espeluznantes intereses en tener ‘citas’ con personas mucho más jóvenes.
Pero esta no es la cuestión principal de todo este asunto.
La cuestión es: si últimamente te sientes abatido anímicamente —si te
sientes inexplicablemente triste, malhumorado, desconcentrado, furioso,
avergonzado—, si sientes esa nube ofuscando tu mente, piensa que quizás toda la
situación te esté afectando, aunque sea de modo subconsciente. Si crees que
podría ser así, busca a alguien con quien hablar, encuentra una forma de
procesar lo que estés sintiendo y lidiar con ello.
Todas estas
revelaciones han creado un momento único en nuestra historia. Este el momento
preciso en que tenemos que empezar a revisar nuestras vidas, ya hayamos sido
víctimas o agresores de abusos sexuales, y procesar
estas verdades. Hemos de tener el valor de decir la verdad y experimentar
esos sentimientos, incluyendo sentimientos de humildad, allá donde hayamos
dañado las vidas de otros.
Aquí hay un
dicho: “La gente herida hiere a la
gente”. Recuerdo a las personas que abusaron de mí, empezando a los 3 años
y terminando algo después de los 16. Todos eran hombres, excepto una. Y sé que
todos cargaban en su interior con algo roto. Lo sé porque todos nosotros
cargamos con alguna herida en nuestro interior y porque “la gente herida hiere
a la gente”. Porque todos hemos herido a alguien, de una u otra forma.
Esto
no justifica nada, por supuesto, pero, personalmente, reconocer el daño en
otros ha sido el camino para perdonarles, para poder continuar viviendo mi
propia vida de forma productiva, con amor y con fe, sin caer en la catatonia.
El perdón necesita habitar en mí para que florezca mi propia libertad.
No escribo
nada de esto para hacer un llamamiento a la simpatía ni a la solidaridad, ni
para despotricar sobre los hombres en general. Me encantan los hombres, las
mejores personas que pueblan mi mundo resultan ser hombres y las mujeres que
ellos aman.
Y no le estoy
diciendo a nadie lo que debería hacer con su situación, excepto esto: si alguna
vez han abusado de ti, reza por tener el valor y la confianza para hablarlo con
gente buena y, entonces, háblalo. Si has sido un agresor, reza por el valor y
la humildad para admitirlo y escuchar a las víctimas. Busca ayuda.
De lo
contrario, quizás seamos testigos dentro de poco de una crisis nerviosa
colectiva en nuestra sociedad. Nada bueno.
¡Que Dios nos
ayude a todos en este pobre mundo roto y caído!
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