Los derechos y obligaciones son iguales para todos los
seres humanos, no únicamente para los sanos. La sociedad debe ayudar a las
personas con discapacidad para que puedan desarrollar todos sus dones; esa es
la base de las sociedades justas y solidarias. La calidad de vida de una comunidad
se mide por la asistencia que ofrece a los más débiles, en particular a los
discapacitados, afirma Juan Pablo II. El pontífice ha dedicado a este argumento el mensaje que ha
enviado a los participantes en el Simposio Internacional sobre «Dignidad de la
persona con discapacidades mentales» que se está celebrando en el Vaticano del
7 al 9 de enero por iniciativa de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La iniciativa tiene lugar al concluir el «Año europeo de las personas
discapacitadas». En el texto, el Papa comienza ilustrando las visión cristiana
sobre el argumento: «la persona discapacitada, incluso cuando está herida en la
mente o en sus capacidades sensoriales e intelectivas, es un sujeto plenamente
humano, con los derechos sagrados e inalienables propios de toda criatura».
«El ser humano, de hecho, independientemente de las
condiciones en que desarrolla su vida y de las capacidades que puede
manifestar, posee una dignidad única y un valor singular a partir del inicio de
su existencia hasta el momento de la muerte natural», aclara el amplio mensaje.
«La persona del discapacitado, con todas sus limitaciones y sufrimientos, nos
obliga a preguntarnos, con respeto y sabiduría sobre el misterio del hombre»,
reconoce el obispo de Roma. «Cuando más nos adentramos en las zonas
obscuras y desconocidas de la realidad humana, más se puede comprender que
precisamente en las situaciones más difíciles e inquietantes emerge la dignidad
y la grandeza del ser humano», subraya. «La humanidad herida del discapacitado nos desafía a
reconocer, acoger y promover en cada uno de estos hermanos nuestros el valor
incomparable del ser humano creado por Dios», explica el texto pontificio.
«La calidad de la vida dentro de una comunidad se mide, en buena parte,
por el compromiso en la asistencia a los más débiles y a los más necesitados y
en el respeto de su dignidad de hombres y de mujeres», aclara.
«El mundo de los derechos no puede ser sólo prerrogativa de
los sanos --insiste--. Se deberá facilitar la participación de la persona con
discapacidad, en la medida de lo posible, en la vida de la sociedad y ser
ayudada a desarrollar todas sus potencialidades de orden físico, psíquico y
espiritual».
«Una sociedad que diera únicamente espacio a los miembros
plenamente funcionales, totalmente autónomos e independientes, no sería una
sociedad digna del ser humano», afirma tajantemente.
«La discriminación en virtud de la eficiencia no es menos
condenable que la que se realiza en virtud de la raza o el sexo o la religión»,
explica. Al mismo tiempo reconoce que «se da una forma sutil de
discriminación en las políticas y en los proyectos educativos que tratan de
ocultar o negar las deficiencias de la persona discapacitada, proponiendo
estilos de vida y objetivos que no corresponden a su realidad y que al final
son frustrantes e injustos». «Al reconocimiento de los derechos le debe seguir, por tanto,
el compromiso sincero de todos para crear condiciones concretas de vida,
estructuras de apoyo, garantías jurídicas capaces de responder a las
necesidades y a las dinámicas de crecimiento de la persona discapacitada y de
aquellos que comparten su situación, a partir de sus familiares», pide el
documento Papal. «Las personas con retraso mental tienen quizá más
necesidad de atención, de cariño, de comprensión y de amor --constata--: no se
les puede dejar solos, inermes o desprotegidos, en la difícil tarea de afrontar
la vida».
Por: Juan Pablo II
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