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martes, 12 de septiembre de 2017

La incapacidad de consentir al matrimonio del canon 1095


El consentimiento exige la capacidad de conocer y entender la realidad exterior. Esta capacidad precisa no sólo de inteligencia, sino también de la voluntad. 

La prestación libre y responsable del consentimiento matrimonial exige una capacidad previa suficiente en el sujeto que lo presta. Esta capacidad precisa no sólo de inteligencia, sino también de la voluntad, pues se ha de comprender y al mismo tiempo querer el matrimonio. Se dan tres dimensiones o factores que permiten hablar de capacidad total o absoluta, que pueden ser agrupados en dos bloques. En primer lugar, están aquellos que hacen posible el acto de voluntad desde el punto de vista de su gestación intelectivo-decisoria: el suficiente uso de razón y la discreción de juicio o madurez proporcionada al matrimonio. Y en segundo lugar un factor que habilita para cumplir las obligaciones esenciales: la aptitud para asumir los deberes esenciales del matrimonio.



Una cosa es la legitimación para contraer y otra la capacidad psíquica para consentir (para expresar un consentimiento naturalmente suficiente). La primera responde al capítulo de los impedimentos; quienes están incursos en alguna prohibición legal son jurídicamente inhábiles no para expresar el consentimiento, sino para ejercitar el ius conubii. La segunda responde al capítulo de los presupuestos psíquicos del consentimiento, cuya carencia no impide en principio el derecho a casarse, quedando siempre a salvo la posibilidad de investigar procesalmente en cada caso concreto la validez psíquica de ese consentimiento.


El suficiente uso de razón
Es sabido lo que es el uso de razón, pero al tratar de definirlo surgen dificultades. “Con este término viene a designarse aquella capacidad intelectiva y de voluntariedad o decisión”. Hablamos de capacidad intelectiva para diferenciarla del conocimiento sensitivo. Estamos pues, en el primer acto de la inteligencia. La aprehensión es enterarse, darse cuenta de la obra que se va a realizar o se está realizando. Es el primer requisito para que el acto del consentimiento sea humano y voluntario.

El consentimiento exige la capacidad de conocer y entender la realidad exterior. Esta capacidad se realiza mediante tres fases sucesivas: aprehensión del hecho o realidad, reflexión y emisión de un juicio sobre la misma. Por lo tanto, cualquier enfermedad mental que impida el desarrollo y ejercicio de esta facultad o una grave perturbación del ánimo que suponga carencia del suficiente uso de razón, impedirá emitir un consentimiento matrimonial válido. Así pues, "podrá invocarse esta causa de nulidad no sólo cuando el sujeto padece aquellos retrasos mentales profundos y enfermedades mentales con base orgánica en lesiones cerebrales muy graves, que privan por completo de uso de razón al sujeto o se lo debilitan extremadamente manera habitual, sino también cuando, faltando este carácter habitual, una causa psíquica provoca la insuficiencia actual (entendemos momentánea o transitoria) del uso de razón en el acto de contraer...".


Aunque con algunos detractores en cuanto a esta terminología, se sigue distinguiendo esta amencia de la demencia o monomanía, cuando el trastorno mental sólo afecta a determinadas materias. Algunos autores entendían que, si no afecta a todo lo referente al matrimonio y a la vida conyugal, el consentimiento era válido. Pero el Tribunal de la Rota Romana ha determinado que los dementes o monomaniacos son siempre incapaces de prestar consentimiento válido (unidad psíquica del hombre). Siempre es conveniente un dictamen psiquiátrico para establecer con criterios científicos si determinados hechos anómalos están relacionados con las incapacidades (canon 1680), aunque los jueces eclesiásticos gozan de total discrecionalidad (canon 1579). La valoración judicial de la prueba pericial psiquiátrica o psicológica, su necesidad y lo que ocurre cuando en segunda instancia se constata que en primera no se realizó tal pericia, etc. son cuestiones muy interesantes en las que vamos a detenernos en estos momentos.


La discreción de juicio

Respecto a la discreción de juicio, la doctrina y la jurisprudencia están de acuerdo en que para emitir un consentimiento matrimonial válido, no basta el uso de razón, sino que se requiere una capacidad específica o aptitud psicológica necesaria para que el sujeto pueda formar un juicio sobre la naturaleza del matrimonio, esto es, la discreción de juicio o madurez personal. Esta discreción supone en la persona una de estas dos cosas: un conocimiento estimativo y valorativo de las funciones y deberes conyugales, o al menos, la aptitud para poder adquirir esos conocimientos. Cuando el sujeto carece de esa capacidad crítica, que le impide una visión unitaria de dichos elementos, una correcta interpretación y la consiguiente aplicación a sí mismo de los derechos y deberes del matrimonio, no podrá dar un consentimiento matrimonial válido. Esta capacidad cognoscitiva implica un conocimiento mínimo sobre el matrimonio, que será suficiente para que exista el consentimiento. El sujeto no debe ignorar que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer ordenado a la procreación de la prole, mediante una cierta cooperación sexual (canon 1096, 1). Es decir, además del conocimiento abstracto y especulativo, es necesario un conocimiento estimativo y ponderativo sobre la naturaleza y el valor sustancial del matrimonio.


Por lo tanto, no hay consentimiento cuando la persona ignora estos conceptos o carece de capacidad para adquirirlos. La ignorancia del conocimiento mínimo no se presume después de la pubertad (canon 1096, 2). De hecho, el legislador suele fijar una edad superior a la de la pubertad para casarse, lo que prueba que la discreción de juicio todavía es débil. Si esto ocurre estaremos ante lo que se denomina un grave defecto de discreción de juicio. Según Viladrich, "hay que partir de la base de que la facilidad de un sujeto para sufrir, sin amenazas externas proporcionadamente graves, una conmoción interior tal, que le provoque una pérdida grave del gobierno de sí y de su actuar voluntario, no es una situación normal (…). Cuando un sujeto refleja, en su iterbio gráfico, propensión a perder realmente el pacífico desenvolvimiento de sus procesos deliberativos y decisorios, con fácil tendencia a caer en situaciones de angustia y ansiedad, es prudente reconocer una fragilidad o debilidad psíquica real y objetiva, poco apta para la dosis de libertad que requiere el consentimiento válido, aunque dicha fragilidad interior habitual -o circunstancial- no constituya un cuadro psicopatológico estadísticamente definido por la psicopatología y la psiquiatría". Pero hemos de recordar que esta situación anormal puede encuadrarse en una falta de libertad interna. Esta incapacidad es regulada por el canon 1095, 2 y comprende enfermedades como las siguientes: fase cualificada de la esquizofrenia, psicopatías, neurosis, psicastenia, inmadurez afectiva, etc. Son enfermedades que atacan directamente a la voluntad, sin lesionar ostensiblemente la inteligencia, y disminuyen gravemente la libertad o la suprimen.

Incapacidad de asumir las obligaciones matrimoniales
Llegamos al tercer factor de la capacidad para consentir la aptitud para asumir las obligaciones matrimoniales esenciales. Este elemento hace al individuo hábil, idóneo para cumplir los deberes esenciales del matrimonio. No basta con entender y querer, sino que además es preciso que el que consiente pueda comprometerse a lo que comporta el objeto del consentimiento. Es necesario que quien asume un deber pueda cumplirlo y quien asume un compromiso posea las cualidades necesarias para llevarlo a cabo. Por derecho natural se exige la capacidad previa de poder mantener (cumplir) las obligaciones contraídas. La capacidad para contraer debe abarcar la posibilidad de prestar el objeto del consentimiento. En él se incluyen no sólo el derecho al cuerpo, sino también la comunidad de vida y amor y el consorcio de toda la vida (cánones 1055 y 1057). Existen muchas situaciones que pueden dar lugar a la incapacidad para asumir las obligaciones matrimoniales (canon 1095, 3). Puede decirse que es nulo aquel matrimonio de quien, aun teniendo uso de razón y discreción de juicio, no puede cumplir las obligaciones esenciales del matrimonio a causa de una grave anomalía psíquica que hace imposible el consorcio de vida conyugal. Tal incapacidad no proviene de una deficiencia en el entendimiento y la voluntad del contrayente, sino de la imposibilidad en que éste se encuentra para cumplir las obligaciones pactadas en el matrimonio. Estas obligaciones esenciales pueden encuadrarse en dos grupos:


 Por un lado, aquellas obligaciones inherentes a los bienes del matrimonio, en las que se da más importancia al aspecto sexual que al psíquico (respecto a la prole: dificultan o imposibilitan al cónyuge ejercer su derecho al acto conyugal, o la recepción de los hijos; respecto a la fidelidad: impiden la entrega del derecho exclusivo al débito conyugal; respecto a la indisolubilidad: impiden la entrega a perpetuidad del derecho al cuerpo o del mantenimiento de la indisolubilidad). Por ejemplo: ninfomanía, satiriasis, homosexualidad, sadismo masoquismo, exhibicionismo, etc.


 Y, por otro lado, aquellas obligaciones de cuyo incumplimiento se deduce la imposibilidad de mantener el consorcio, en las que se da más importancia al aspecto psíquico que al sexual (obligaciones referidas a la instauración de la relación interpersonal o de la instauración de la comunidad conyugal). Por ejemplo: inmadurez afectiva, graves psicopatías, anomalías de la personalidad como el egotismo o el narcisismo. Algunas de las obligaciones son incumplidas por las personas con trastornos alimentarios. Por el contrario, los defectos de carácter, así como la simple "incompatibilidad de caracteres" o cualquier desorden de la personalidad que solamente dificultan la plena y perpetua unión de vida conyugal, no bastan para hacer inhábiles a los contrayentes, incluso existiendo total unanimidad en considerar el perfeccionamiento mutuo de los cónyuges como uno de los fines del matrimon.



Por: María Reyes León Benítez


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